Algo extraño se experimenta cuando uno lee una novela y posteriormente mira una producción visual, sea película o serie televisiva, basada en la obra. Muy poco de lo que la imaginación particular concibió durante la lectura se plasma en el producto audiovisual y deforma, para enriquecer o quebrantar, al menos una parte de lo que uno había asimilado de la experiencia literaria.
Personajes, lugares, colores, paisajes, detalles, pasan a ser otra versión de lo que habíamos leído y ahora consumimos lo que el director de otra obra, tiene en su propia interpretación del mismo texto. Sin embargo, creo que todo eso son solo matices, aderezos de una trama que no se puede cambiar sin correr el riesgo de transformar la historia que se cuenta, en otra muy distinta. Lo esencial debe respetarse para poder narrar la misma historia con recursos diferentes al escrito original.
Pese a que hay quienes señalan que la producción de la serie Cien años de soledad, distribuida recientemente en Netflix, carece de actuaciones relevantes que cautiven a la audiencia – afirmación con la que no estoy de acuerdo- la historia que nos cuentan el argentino Alex García López y la colombiana Laura Mora, directores de la serie, se apegan lo más posible a la historia del nacimiento, auge y deterioro de Macondo y sus personajes describen todas las etapas de la historia de la humanidad.
El hilo conductor de la historia en la que aparecen personajes principales y secundarios, es la existencia de un lugar de convivencia equitativo, en el que no había leyes ni diferencias sociales. Ese lugar imaginario que ha sido motivo de otras obras que acuden al argumento desde un punto de vista filosófico: ¿cómo sería la convivencia humana sin los elementos sociales que propician la distinción de grupos? Como en “El señor de las moscas” o en “La laguna azul”, los personajes se topan con la religión como elemento disruptivo de la inocencia humana, en el Macondo concebido por García Márquez, la sociedad se fractura al aparecer la división en “azules” y “rojos” o “conservadores” y “revolucionarios”, es decir, una lucha de clases propiciada por alguien ajeno, tal cual es Apolinar Moscote, “designado” por el gobierno para ser el corregidor en ese pueblo. Ese recurso literario de la imposición centralista de un representante del gobierno, ha sido utilizado también en producciones mexicanas como “La ley de Herodes”, aunque sin un propósito filosófico ni reflexión, sino puramente panfletario.
José Arcadio Buendía, con su percepción de alquimista, herencia de su amigo, el gitano Melquiades, lo había visto venir: la presencia de Apolinar Moscote y lo que representaba, traería la desgracia al pueblo.
No es la condición humana la que propicia la guerra en Macondo, sino a la inversa. Es el enfrentamiento el que engendra personajes tanto heroicos como absurdos. Así surge el Arcadio tiránico con su uniforme de jefe militar, caricatura de las dictaduras latinoamericanas de los 60´s y 70´s, las cuales enfrentaron guerrillas populares como la que en la novela protagoniza la encabezada por Aureliano Buendía, caracterizado en la serie con un mostacho al estilo de Emiliano Zapata, dirigiendo tropas de rebeldes que no desean que haya un gobierno que les imponga de qué color deben pintar su casa, pero contradictoriamente, tendrán que imponer su punto de vista con los mismos medios que lo hace el Estado.
La trama desenvuelve las pasiones individuales de cada uno de los personajes y en su interrelación se convierten en el combustible para otros sentimientos que no conocían: la envidia, el rencor, el odio, la culpa.
Los primeros 8 capítulos entregan una producción aceptable que logra de buena manera, al menos esbozar los fenómenos de la fantasía que describe García Márquez. Los describen con recursos tecnológicos, tan vistos en otras producciones, que no consiguen sorprender al espectador. Ni las levitaciones de Aureliano, ni el retorno a la vida de Melquiades, ni la lluvia de flores amarillas el día del sepelio del fundador de Macondo.
Son otros tiempos, es otro público y la cultura dominante ha pasado por una metamorfosis. La forma de ver Cien años de soledad, después de más de medio siglo de haber aparecido publicada la primera edición de la novela, ha cambiado, pero eso nos revela más vacíos, somos ahora menos receptivos de los ideales por los que lucha Aureliano; más carentes de las pasiones que conmueven a Úrsula, Amaranta y Rebeca; y menos inocentes que José Arcadio tocando el hielo por primera vez. La soledad del hombre de nuestros días es aún más densa que la que describe la obra y ni siquiera vislumbramos la oportunidad de empezar de nuevo, construyendo nuestro propio Macondo.
Ya espero ansioso la segunda parte que vendrá en abril de 2025.