7 de marzo de 2006

GARCÍA MÁRQUEZ (o el amor en los tiempos del dengue y otros demonios)

Yo viajo siempre en camión, aunque en ocasiones, el limitado horario de este servicio me obliga a caminar por entre las calles de las colonias del oriente de la ciudad para llegar a mi casa. Cada vez que abordo la “línea uno” para llegar por entre los vericuetos de la colonia Nogalitos, cruzar el puente del canal de Las Pilas, para entrar por la colonia Allende y después a la Jacarandas, los paisajes de esa zona de Navojoa me evocan, indefectiblemente, los pueblos que aparecen en las narraciones fantásticas de Gabriel García Márquez.

Es que el calor agobiante, las hojas de los árboles, blanquecinas por el polvo que las cubre, las casas de adobes y la vista al canal, caudaloso como río, los arrabales vecinos de casas de cartón y madera, con horizontes de chaparrales y pastos secos que sirven de basureros con la ayuda del viento. Y más polvo. Todo ello en su conjunto da un aspecto novelesco. Hace unos meses, a la orilla del dren, justo al cruzar el puente de la colonia Nogalitos hacia la Allende -cuando se instaló un circo de tigres escuálidos y desganados, jamelgos anémicos y fatigados y payasos de semblantes descoloridos- pensaba yo en el paisaje tan pueblerino que de noche se veía iluminado por una hilera de focos amarillentos y atormentado por el fétido olor que emana de las aguas vecinas. Sólo el paso del tiempo y el empuje de los hombres reconstruyen las almas y el entorno, como ha ocurrido innegablemente en otras partes de la ciudad. Pero ahí no llega aún el progreso.

Todo parece inmóvil en aquella zona, apenas el paso del camión da un poco de vida con sus adioses a los niños que aprenden a entenderse con la pobreza de tanto padecerla por el derecho y por el revés, disimulada los domingos con algunas monedas en los bolsillos de sus pantalones de ir a misa. Ahí en ese puente cruzan tantos personajes como historias posibles, tan reales como mágicas, que desenmarañan episodios cotidianos, como el afilador de cuchillos viudo, huraño y de espesa barba sucia, con su termo lleno de café negro aún en el verano más ardiente; con sus bártulos en la misma bolsa de ixtle, que va de puerta en puerta ofreciendo su trabajo, o el avaro fotógrafo de bodas y bautizos, que usa los mismos zapatos color café desde hace tres años, el mismo que lleva años sin conciliar el sueño ante el temor de que el dinero que guarda dentro de su colchón no amanezca completo, noche tras noche cuenta los billetes con olor a dextol, los empalma uno sobre otro hasta cerciorarse de que es la misma cantidad que ayer, que no falta ninguno.

Ahí también cruzo yo con mi propia historia bajo el brazo, en caminatas a grandes trechos y con pasos firmes, solamente volteo atrás para mirar lo que he avanzado, y de vez en vez miro el reloj para medir si alcanzo a ganarle el paso al tren. Ahí en el polvo se plasman historias como huellas de pies descalzos, como picadura de mosco del dengue que vive en pútridas aguas, ese mosco que debilita, que causa dolores físicos, como el cólera, como el amor. Dicen los que saben, que el amor, para que sea valorado, debe tener algo de dolor y al mismo tiempo, experimentar un delicioso encanto.


Las novelas de García Márquez nos hacen disfrutar la vida con placer, una especie de hedonismo que surge aún en condiciones adversas, como una manera de aprendizaje cuando nos mantiene en suspenso y por ello nos hace imaginativos, cuando nos hace identificarnos con el héroe, reconocernos en las ideas del autor, cuando nos exalta la capacidad de asombrarnos, cuando nos hace reír. La realidad tiene la capacidad de conducirnos por esos mismos parajes y todo eso nos enseña a vivir.


Ese es el mérito del escritor colombiano, del que, entre historias de amores malogrados entre Fermina Daza, Juvenal Urbino y Florentino Ariza, de los Buendía Iguarán y el gitano Melquíades, de la lluvia durante 4 años, del secuestro de Maruja Pachón y su esposo Alberto Villamizar, de la rabia de Sierva María de Todos los Ángeles y su trenza que medía 11 metros y 22 centímetros, de la muerte anunciada de Santiago Nasar, aprendemos cuanto de mágica es la realidad.


Y podemos ver seres mágicos desfilando a nuestro alrededor cotidiano, personajes e historias que se quedan sin contar, que se empolvan como las hojas de los árboles, como los carros y los techos de las casas, que están ahí desde antes de que Remedios la Bella subiera a los cielos y el coronel Aureliano Buendía librara treinta y dos guerras y las perdiera todas.

Feliz cumpleaños 78, Maestro Gabo.