11 de julio de 2004

Una historia de Tetanchopo

(Trabajo ganador del primer lugar del concurso Recuerdos del Navojoa de Ayer, que convocó la Dirección de Educación y Cultura del Ayuntamiento, con motivo del LXXXI Aniversario de la ciudad)




Juan Carlos Balderas C.



El sol caía a plomo en aquel verano de 1925, en la vereda que conducía a Tetta Chopoi se levantaba una polvareda de tierra gris, finísima, que cubría los chaparrales espinosos y los nopales y se estrellaba en los mezquites secos. La vieja carreta de madera tirada por un famélico caballo de pelaje rojizo y crines largas y oscuras, rechinaba a cada vuelta de eje. Leonel, su mujer y sus cuatro pequeños hijos habían dejado su casa en El Citavaro para irse a radicar a Tetta Chopoi, donde había logrado del gobierno una dote de nueve hectáreas de monte.



Leonel era un hombre bonachón, de tez recia y morena, usaba siempre una barbilla mal crecida que lo hacía aparentar mayor de los 34 años de edad que tenía en ese entonces, sus manazas rugosas sujetaban con fuerza el arado, que sólo dejaba para secarse el sudor con el pañuelo roído que había pertenecido a su abuelo y que él guardaba como recuerdo de hombre que el había enseñado las labores agrestes. Su cabello se notaba un poco crecido bajo el sombrero de paja y dejaba ver algunas canas ya.



Dedicaba la mayor parte del día a trabajar como peón para algunos ejidatarios, estaba familiarizado desde muy niño con el trabajo rudo del campo, araba con caballos de tiro, soportando el ardiente sol de agosto, con el torso desnudo, sus pantalones de mezclilla dura y bajo sus huaraches asomaban sus grandes pies ásperos.



Por la tarde llegaba a la casita que había hecho con carrizo enlodado y hojas de palma como techo, Zenaida, su mujer, ya le tenía servido un jarro con atole de péchita y se sentaba a descansar en una vieja silla de madera, a la que le ponía una piedra para sustituir la pata que le faltaba. Trabajaba unas horas más en el cerco y los fines de semana los dedicaba al desmonte de su terreno.



El caserío en el pueblo era disperso, en su mayoría lo habitaban yoremes mayos, algunos de ellos sólo hablaban la lengua de esa etnia, pero todos los jóvenes y los niños hablaban además el español.



Con el paso de los años, Leonel trabajaba ya en su propia tierra, Oscar, el menor de sus hijos iba ya a la escuela Benito Juárez, un galerón de adobe con piso de tierra en el que sólo se impartían primero y segundo grado. La mitad de la década de los 30´s sorprendió a los pocos ejidatarios que poseían áreas mayores de siete hectáreas, el gobierno de Lázaro Cárdenas ordenó la reestructuración de los dotes, a Leonel y su familia le quedaron solamente tres hectáreas y media para trabajar. Ahora también se dedicaba a la crianza de cabras y gallinas.



En aquel año el gobierno iniciaba una campaña de salud, cientos de enfermeras acudían a las escuelas para vacunar a todos los niños contra el sarampión y la tuberculosis, pero los críos se las ingeniaban para evadir esa situación, corrían a esconderse o simplemente a dispersarse en el monte, pero al final todos recibían la dosis, lo único difícil para las enfermeras obesas era correr hasta atraparlos, y aquella escena se volvía insoportable por los chillidos y la gritería.



Oscar ya estaba aprendiendo a leer, encontraba especial fascinación en ese conocimiento que le hacía sentirse como adulto, e incluso más importante, pues algunos de los viejos nunca habían aprendido a juntar letras. El chiquillo mostraba ingenio y se había convertido en el líder de a palomilla. Una tarde que hubo un eclipse, Oscar miró como la luna llena se iba cubriendo con la sombra de la tierra, él imaginaba que, por algún motivo desconocido, la luna se había dormido, por eso fue a donde sus compañeros y los reunió para hacer una escandalera con botes de lámina, los golpearon con palos y con piedras, tanto que los mayores pensaron que había una revuelta como en los tiempos de a revolución. Por supuesto que Leonel reprendió severamente a Oscar.


Cierta vez hubo una boda cerca de la casa de Leonel, a Oscar le gustaba asistir a esos festejos porque sabía que habría semitas para la merienda. Para ese año Oscar tenía 13 años y vio tocar el violín a Juan Mendoza, que junto con algunos amigos habían formado un grupo musical para amenizar este tipo de convites, Luis tocaba la tarola, Javier la guitarra y Ramón la tambora. Habían anunciado que el grupo tocaría en esa fiesta y cuando llegó la fecha, Leonel y su familia fueron como invitados, Oscar estaba hipnotizado con el sonido del violín, se quedaba mirando fijamente a Juan, que de vez en vez miraba a donde el chiquillo y le dirigía una sonrisa. Ese día Juan llevaba puestos sus botines nuevos, de piel de res color café, y un sombrero que lo hacían ver más elegante, su camisa clara resaltaba sus facciones delgadas y su bigote recortado. Oscar miraba embobado, se imaginaba a si mismo tocando en aquella fiesta, vestido como Juan, y toda la gente aplaudiéndole. Fue tal su obsesión que su padre le hizo un violín de palofierro y mezquite con cuerdas de hilo cáñamo, con el que cada noche de ese mayo, a la luz de la hoguera de heces de ganado, que Leonel hacía para espantar los moscos, Oscar se ponía a ensayar, se esmeraba bastante a pesar de saber que no era un violín como el que tenía Juan y que no podía emitir los sonidos igual.


A esa edad, Oscar ya acompañaba a su padre a la labor, pero le gustaba más perseguir lagartijas o atrapar insectos. La vida de Oscar había transcurrido prácticamente en el mismo pueblo, entre tareas caseras como alimentar a las gallinas o ayudarle a su madre en el acarreo de agua, junto con sus dos hermanos menores. En tanto, Josefina, su hermana mayor que ya casi cumplía los 15 años, había aprendido a cocinar quelites y a preparar atole de jito y de péchita, era una niña bastante alta para su edad, flaca en extremo y con un aspecto bobalicón, pero con una sonrisa inocente y unas cejas pobladas que le daban un aire de madurez. Ella se tomaba muy en serio su papel de aprendiz de ama de casa y le gustaba consentir a su padre. Cuando Leonel llegaba cansado de trabajar, se apoltronaba en una mecedora y ella se apresuraba a echarle aire con el sombrero.


Cuando llegaron los años 40`s, a sus 18 años Oscar ya había dejado de ser un mozalbete, se había dejado crecer el bigote, decía que a las muchachas de su edad les gustaba así, sus brazos habían adquirido vigor y había aprendido a tocar el violín y quería tocarlo en la boda de su hermana, que estaba muy próxima. Cuando regresaba con su padre del trabajo se ponían a jugar a la baraja iluminados con a luz de una cachimba, había aprendido bastante en las cantinas de la ciudad, donde de vez en cuando asistía con algunos de sus amigos y compraban unas tequileñas de mezcal, aunque a él le gustaba más beber en demajuanas; también había aprendido bien a leer, le gustaba hojear un libro de historia que le había regalado la maestra Zeferina Torres, ella le había inculcado el hábito al muchacho. Le gustaba mirar los dibujos que ilustraban la época de la revolución y los grandes bigotes de los protagonistas de ese capítulo, y leía y releía el libro con avidez.


La boda de Josefina fue muy sencilla, pero asistió mucha gente y Oscar tocó algunas piezas con su violín. Hubo pozole y café con semitas, como cuando Oscar era niño.


Cuando Josefina se casó con Julián, ya habían construido una casita de adobe en el mismo terreno de Leonel, el recién desposado trabajaba en la tenería de los chinos, ahí compraban cueros de res, los curtían y fabricaban zapatos tipo minero y huaraches, con la característica de que al venderlos la piel conservaba zonas con pelaje del animal.


En el año de 1949, las lluvias provocaron una inundación que destrozó el camino por el que los yoremes caminaban para ir a las fiestas de Pueblo Viejo, la “casa vieja” como le decían a la construcción que había hecho Leonel a su llegada a Tetta Chopoi, también quedó transformada en un montón de palos secos que flotaban por el canal, hacia la zona enfangada que todos conocían como La Laguna, donde el capomo abundante adornaba el paisaje triste.


Muchos de quienes perdieron sus viviendas en Pueblo Viejo, fueron trasladados a Tetanchopo- que ya era conocido con esta variación del nombre original- provisionalmente y por tiempo indefinido, pero la gran mayoría de ellos se estableció ahí de manera definitiva.


Las condiciones de humedad trajeron al pueblo una epidemia de paludismo, que aunado a la desnutrición de muchos niños, pusieron a pueblo entero de luto cada vez que moría un pequeño víctima de la insalubre condición.


Oscar trabajaba para limpiar el lodazal que se hizo a la entrada de su casa, encaló los muros y construyó un bordo para desviar el agua en lluvias posteriores.
Julián iba muy continuamente a la ciudad, llevaba al mercado a vender el calzado y siempre aprovechaba para ir a la iglesia del Sagrado Corazón a dar gracias por el dinero que recibía como producto de su trabajo.


Aunque los domingos iba con Josefina a la misa de la iglesia de a Virgen de Fátima, que está en el mismo pueblo, a él le gustaba de vez en cuando asistir al Sagrado Corazón con su esposa, se iban en la diecera chanceando con el chofer, al que apodaban “chicobarullo”. El vehículo no subía más de 8 pasajeros.


Cuando llegaban a la ciudad, Josefina y Julián se paseaban por la plaza, les gustaba caminar y estar en el kiosco mientras tomaban una soda Mr. Q, o simplemente ver los carros y las casonas. De regreso, cuando ya bajaba e sol, se iban caminando por el camino nuevo, el que pasaba por la alameda que había hacia ese rumbo, luego cruzaban la loma de piedra, que le dio nombre al pueblo y a fin llegaban a su casa.


El día que murió Zenaida, Oscar era el único que aparentaba conservar la calma, pero la noche después del sepelio lloró inconsolablemente junto al retrato de su madre. Los años de trabajo habían acabado por volverla enfermiza y ellos carecían de un centro de salud, cuando enfermaba había que llevarla a la ciudad y eso implicaba mayor desgaste y muchas pastillas y días de reposo. Zenaida empezó con una tos que se fue agravando hasta que se convirtió en ataques severos y dificultad para respirar. Había guardado cama por cuatro días, Julián le había prometido llevarle un médico al día siguiente, pero la pobre mujer no soportó tanto tiempo.


La mujer con la que Oscar se casó lo consolaba, esperaban su primer hijo mientras que Josefina y Julián ya habían completado la pareja.


Cuando llegó el año de 1958, el presidente municipal Gerardo Campoy, anunció la construcción de un centro penitenciario en ese lugar, que sería construido por el gobierno estatal de Álvaro Obregón Tapia, debido a que la antigua cárcel que estaba a las afueras de Pueblo Viejo, se encontraba muy deteriorada por las inundaciones y la falta de mantenimiento. Gerardo Campoy, el “chino”, como lo conocían sus amigos, era de carácter fuerte, pero también era noble. Él mismo se encargó de arreglar que el terreno de una hectárea, exactamente en la Loma de Piedra, propiedad de Ponfilio Valdez, fuera expropiado, no sin antes acordar con su amigo que se le pagaría un buen precio. Oscar y otros vecinos de Tetanchopo se contrataron como albañiles para construir la obra.


Originalmente pasaba por ahí el camino, desde el cerco de piedra se podía ver el zaguán que era la nueva cárcel municipal, que fue terminada durante la administración de Rafael J. Aldama en 1961. La capacidad original del penal era para 60 internos, que por las tardes se podían ver desde la calle, por la puerta de aquel zaguán.


Tetanchopo estaba cobrando una nueva imagen con la construcción de la cárcel, pues a raíz de ello se introdujeron servicios como el drenaje, la energía eléctrica y la carretera hasta San Pedro.
Oscar también trabajó en la construcción de la carretera, que al final pasaría cerca de su casa, y le iba dando aspecto a las calles que poco a poco se fueron formando. Para los trabajos de la carretera fue necesario derruir la Loma de Piedra, la misma que le dio origen al nombre del lugar y donde se encontraba la cárcel, que se erigía en la parte alta del montículo. La loma fue dispersada en lo que era la zona fangosa, “La Laguna” que a poco se fue secando a medida que los periodos de sequía eran más largos y la temperatura aumentaba año tras año. Así se unió Tetanchopo a la ciudad, la cárcel llevó desarrollo al pueblo y sirvió de vínculo entre dos poblaciones, próximas en distancia, pero alejadas bastante en la idiosincrasia de sus respectivos habitantes.