20 de abril de 2006

LA BICICLETA

Cuando vi a los niños pasear en sus bicicletas por la plazuela del pueblo donde pasé los días de asueto de la Semana Santa, no pude evitar recordar la época de mi niñez en que yo aprendí a usar ese vehículo. Era una Windsor blanca con las salpicaduras color naranja que me amaneció en la navidad de mis nueve años. Tenía un asiento grande, de piel color negra, con una horqueta cromada como respaldo, de donde mi papá me sujetaba en tanto yo aprendía a pedalear con equilibrio. Pero alguna vez me tenía que soltar y caí como es casi inevitable al experimentar las primeras veces en esa bicicleta que era, ahora que lo pienso, demasiada alta para mi edad.

Pensaba en mi vieja bici, que aunque fue la primera, no es la que me trae mejores recuerdos de mi infancia, sino aquella Vagabundo color verde con letras amarillas, usada antes por uno de mis primos mayores, de quien yo heredaba casi todos sus juguetes. La Vagabundo era característica por tener una rueda delantera muy chica y unos manubrios como cuernos de carnero, eso la hacía diferente y yo me sentía original atravesando veloz las calles empedradas de la ciudad, desde el barrio de Tlaxcala hasta el barrio de Santiago, pasando por el mercado República por el lado donde se ubican los puestos de hierbas que curan de mal de ojo, diuréticas, laxantes y remedios caseros para atraer la suerte, el amor y el dinero.

Ningún lugar mejor para andar en bicicleta como el campo. El aire fresco del medio rural, la tranquilidad característica de las poblaciones pequeñas, todo ese ambiente bucólico en el que se combinan el piar de las aves de corral y el olor a leche fresca por las madrugadas, hacen propicio el uso del invento de Kirk Patrick McMillan, en las tardes cálidas, cuando el sol se despide y la luna se asoma trémula para después mostrar su plenitud que ilumina la noche como una candela.

Así fueron para mí estos días de asueto. Corrí feliz al lado de Anehtzi, que a sus 9 años estaba aprendiendo a andar en bicicleta, en la plazuela de un poblado llamado Estación Obispo, el mismo donde años atrás su mamá, Olivia, cuando tenía la misma edad, también aprendió a usar la bicicleta. En esa ocasión de ejercitarse, Olivia pensaba en mantener fijos los manubrios sin virarlos para dar vuelta y el percance sobrevino contra un limonero que detuvo su inocente carrera. Alguna vez le dije a Olivia que la bicicleta es como la vida, al principio uno se sube y se puede caer, pero hay que levantarse cada vez hasta aprender a andar bien en ella. Después, es más difícil que uno se caiga.

Anehtzi también pasó por lo mismo y quedó huella de su intrepidez en algunos ligeros raspones, que sanaron pronto pero llevan algo de sabiduría. Se me ocurre que subir por primera vez a la bicicleta tiene algo de madurez, es como el principio de una nueva etapa de la vida, como el empezar a caminar o como los polluelos de águilas cuando su madre los suelta a volar. La vida tiene otra perspectiva después de ese paso.

Es un logro que media de manera importante en la formación del carácter, educa en una cultura de esfuerzo. No es gratuito que los pedagogos modernos lo utilicen como analogía formativa en el proceso de enseñanza – aprendizaje, como un sinónimo de aprender y entender. Por todo eso, pero sobre todo porque en la edad adulta, los recuerdos de las infantiles andanzas en los que somos imaginarios quijotes o tripulantes de naves espaciales, nos permiten conservar ilusiones, nos permiten seguir soñando como en la tierna niñez.

Felicidades Anehtzi.

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