13 de diciembre de 2019

LUPITA

 “Me estremeció la mujer que parió once hijos
en el tiempo de la harina y un kilo de pan
y los miró endurecerse mascando carijos.
Me estremeció porque era mi abuela además”

SRD

El corredor de la casa era un paraíso de helechos verdes y rosadas bugambilias que vivían en macetas de barro adornadas con pequeños espejos que al reflejo de la luz del sol volvían luminosas las baldosas amarillas, excepto en los días de lluvia en que el patio se inundaba en charcos. Por ahí caminaba Lupita, mi abuela menuda y frágil, sin sus anteojos, para poner a hervir el puchero sobre la vieja estufa de petróleo, mientras los gatos de la azotea, hambrientos y perezosos, maullaban un coro disonante.
Mi abuela vivía una nostalgia estremecedora, añoraba la época de oro de sus años juveniles en que ella y su hermana Refugio, “Cuca”, como le decían todos, se emperifollaban en vestidos de tul y se hacían peinados altos como en el retrato en blanco y negro que colgaba en su habitación. Como añoranza de aquella época, en la consola que amueblaba su salita, Antonio Badú entonaba dulces melodías:
“Para siempre, para siempre
para siempre ha quedado en el alma
grabado tu nombre
preciosa mujer”.
Y ella canturreaba para sí misma, para sus secretos y sus recuerdos. A veces, cuando nadie la veía, destrenzando su cabello de canas largas y pensando en el hijo perdido que jamás encontró, derramaba una lágrima que corría entre las arrugas de su rostro moreno. Después parió media docena de hijos, entre ellos a mi madre, en medio de las depresiones económicas que vinieron después de la Segunda Guerra Mundial. Con su fragilidad, Doña Lupita nos inculcó la fuerza de su carácter para sobreponerse a los tiempos difíciles.
Los abuelos no son eternos y, cuando se van, se llevan un cachito de tu corazón, pero te dejan todo el amor que en vida te dieron, las enseñanzas, las risas y lo mejor de ellos.



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