26 de diciembre de 2007

MI CASA, MIS COSTUMBRES

Manuel Colunga Badillo era un militar de la época de la Revolución, hombre recio, de carácter fuerte, pero muy noble también. Luchó primero en el ejército federal, pero la tropa entera a la que perteneció se pasó al bando rebelde y quedaron al mando del general Saturnino Cedillo, en las filas de Pancho Villa. Lo recuerdo apoltronado en su silla de madera -con sus anteojos y su cabeza blanca como suelen ser todos los abuelos- ahí en su habitación con olor a naftalina y al tabaco fuerte que acostumbraba consumir.


Mi abuelo, desde que llegó al mundo, tuvo la virtud de reunir a toda la parentela en torno suyo, por el simple hecho de haber nacido un primero de enero de 1900, por lo que la celebración del año nuevo en mi familia materna era más bien un pretexto para festejar el cumpleaños del viejo.


Ahí estábamos, tíos, tías, primos, primas, hermanos, cuñados, sobrinos, hijos, nietos, abuelos, juntos como cada fin de año, rezando el rosario y la letanía, comiendo dulces que obteníamos por besar la figura del niño Dios que estaba en una charola llena de caramelos y galletas. La cena de año nuevo era acompañada con jarros de humeante ponche que los adultos combinaban con bebidas más fuertes. Pero no era lo solemne del festejo su principal atractivo, sino ese ánimo de estar acompañados por los seres más cercanos y queridos y que a veces sirvió de marco para dirimir esas pequeñas diferencias que ocurren entre familiares. Había sobre todo un gran respeto y cordialidad, en torno de la familia de mi abuelo Manuel.


Era mi casa de aquel entonces, donde las horas lejanas sobreviven en el recuerdo junto a los duendes que ocupan los rincones encantados de lo que fue mi habitación, ese cuarto antes inmenso, reducido por mi percepción de adulto, pero aún hay magia ahí. Aquel corredor tan lleno de helechos verdes y rosadas bugambilias que vivían en macetas de barro; aquel patio de baldosas amarillas carcomidas por el sol y la lluvia, que en torrentes inundaba la casa entera; aquel ventanal tan grande en la cocina, por donde se miraba a la abuela sin sus anteojos, apoltronada mientras hervía el puchero en la vieja estufa de petróleo, dispuesto para ser devorado por los gatos hambrientos y perezosos de la azotea y por el anciano perro que sigue atado en el patio trasero.


Esta casa de hoy es diferente, me acoge igual, me da la bienvenida, sin embargo, no hay aquí los sueños infantiles ni los ecos de épocas remotísimas como los domingos en el aquel mercado, con sus aguas frescas de colores y sus camiones repletos de rancheros y sus bolsas de pan, sus gallinas y sus flores.
Estas y otras remembranzas que me llegan en esta época cada año, dan un ingrediente especial al festejo del año nuevo y me dan también la oportunidad de reflexionar, de hacer una introspección y descubrir lo que debo modificar o renovar en mi vida. El recuerdo de mi abuelo me lleva indefectiblemente al de la abuela ausente y una a una se van concatenando las evocaciones de los parientes que ya no están.


Este año nuevo la cena será más sencilla, no habrá una reunión familiar tumultuosa como cuando tenía 8 años, quizá no haya ponche, ni otras bebidas, pero el recuerdo de mi abuelo, como desde hace muchos años, unifica a mi familia aún en la distancia. Aún suena el eco del macabro reloj de péndulo al dar las seis en la habitación del abuelo, sus pasos suaves, lerdos, aún se escuchan a esa hora en la puerta; perdura también la imagen del sombrero colgado en el perchero, y sus botines al pie de la cama y sobre los buroes el cenicero, sus lentes y la virgen, iluminados por esa bombilla ordinariamente sombría.


EPPUR SI MUOVE II

(y sin embargo se mueve)


Los mejores deseos para que el año 2008 sea mucho mejor y le llene a Usted, lector, de parabienes.


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