Ser reportero me ha dado mucho. Un porcentaje muy considerable de lo que soy, se debe a lo que he aprendido ejerciendo este oficio por más de treinta años. Constantemente voy adquiriendo nuevos conocimientos que no se circunscriben a los aspectos técnicos de la profesión, sino a todas las experiencias de otras personas, protagonistas de las historias que me ha tocado narrar. Los periodistas (cuando digo periodistas me refiero los que andamos en la calle tras la nota, no los modernos y antiguos boletineros que solo hacen copy- paste y a veces, ni eso) somos como vampiros, porque nos nutrimos bastante de las vidas ajenas.
Uno va aprendiendo a calcular una
posible respuesta, de acuerdo a la mentalidad, ideología, posición política,
que asumen ciertos personajes, aunque a veces nos sorprenden con ideas
extrañamente opuestas a lo que ellos mismos son. El ser humano es capaz de la
contradicción más radical, aunque días después digan que no dijeron lo que
dijeron.
En fin, esa reflexión se me presentó de súbito, mientras intentaba iniciar la redacción de un texto que abordara el tema de los hechos ocurridos en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, aquel aciago 2 de octubre de 1968. Pensé en que habría en los estudiantes de esa época un vértice en el que confluyeran todos los intereses individuales de aquellos que participaron en las protestas, un vínculo que mantuviera la unidad, un aspecto real que permitiera a otros la identidad, la simpatía y los llevara a sumar su presencia en las marchas: la idea. Ese elemento cohesionador eran las ideas por las cuales luchaban, aunque esas mismas ideas tuviesen tantas interpretaciones como miembros el movimiento. Entonces pensé en que las ideas de esa magnitud, con esa capacidad para unificar voluntades, debían tener una consistencia sólida, tan fuerte que vivieran para siempre en cada uno de quienes las enarbolaron como banderas. Mi desilusión llegó pronto, al llegar al punto en el que muchos dirigentes de ese movimiento, que luchaba contra el totalitarismo y a favor de la democracia, en un primer momento, se cambiaron de bando y se fueron a hacer trabajos burocráticos al servicio del mismo Estado que años o meses atrás, consideraban como la materialización del monstruo contra el que dirigían sus esfuerzos.
¿Qué necesita un ser humano para no apartarse de sí?
Es irónico, es paradójico ver que hoy, quienes ostentan el poder político y que, en algunos casos, participaron activamente en las luchas de 1968, o se autodefinen como sus herederos ideológicos, son los que ahora parecen estar replicando algunos de los vicios que tanto combatieron.
El uso del ejército para tareas de seguridad pública, que fue una de las principales quejas del 68, se ha convertido en la norma, incluso con la creación de la Guardia Nacional. Además, a pesar de los programas sociales, la desigualdad social sigue siendo un problema estructural, y la brecha entre las promesas de bienestar y la realidad material de la población persiste.
Permanecen prácticas que generan preocupación y que algunos analistas han calificado como "autoritarismo competitivo" o "democracia híbrida". El poder ejecutivo, a través del populismo y el liderazgo carismático, ha buscado centralizar el poder y debilitar a las instituciones autónomas (como el INE y el Poder Judicial), los cuales son contrapesos esenciales en cualquier democracia.
A diferencia de la censura abierta y la "prensa vendida" de 1968, hoy los periodistas y los medios se enfrentan a un desafío más sutil y peligroso: la polarización y la estigmatización desde el poder. Aunque existe una diversidad de voces, desde los medios tradicionales hasta las redes sociales, el gobierno ejerce una fuerte presión a través de la asignación de publicidad oficial y los ataques discursivos contra la prensa crítica, señalándola como "conservadora" o "enemiga del pueblo". Esto, sumado a la violencia y los asesinatos de periodistas, limita la libertad de expresión de facto.
Las mismas herramientas de las que se quejaban, como la concentración del poder ejecutivo, el uso de la retórica para desacreditar a los opositores y el control sobre ciertas instituciones, son ahora utilizadas por quienes antes las criticaban. Lo que en la oposición era una lucha por la libertad, en el gobierno puede justificarse como una necesidad para la estabilidad o la "transformación".
La necesidad de gobernar, de mantener la base de poder y de enfrentar a los opositores ha llevado a algunos a adoptar tácticas que se asemejan a las del régimen que ellos mismos buscaron derrocar.
"Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se le olvidó agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa", dice Karl Marx al inicio de su libro "El 18 Brumario de Luis Bonaparte".
El Movimiento Estudiantil de 1968 fue una tragedia. Una lucha genuina por la libertad y la democracia que fue brutalmente reprimida. La ironía histórica, la farsa, es que quienes hoy ostentan el poder parecen estar repitiendo los mismos errores y vicios que tanto criticaron. El discurso de la "democracia" y la "transformación" choca con las acciones que debilitan las instituciones, polarizan a la sociedad y concentran el poder.
Aunque el México de hoy ha avanzado en la construcción de un sistema más abierto y plural, que no es producto los gobiernos de morena, la lucha por la libertad, la justicia y la rendición de cuentas sigue vigente. El riesgo no es un retorno al autoritarismo del PRI en 1968, sino el de una "democracia" vacía, en la cual las instituciones se debilitan, la disidencia se silencia y el poder se concentra en una sola figura, creando una nueva forma de control.